Uno de cada diez

A los 20 años algo quedaba en mí de ese energúmeno hormonal en el que nos convertimos muchos adolescentes. Después de ingresar a la facultad de Filosofía y letras (al renunciar a la Física por error), algo en mi interior provocó que mis inseguridades florecieran y mi autoestima se tambaleara.
En paralelo, el proceso de salir del clóset continuamente con mis compañeros de salón (y amigos) seguía representado un reto (lo es aún a veces). La taquicardia disminuía y me acostumbré a la sensación de que me lanzaba a un abismo ante sus posibles reacciones: de alguna manera cada persona con la que me sinceraba se convertía en algo como un aliado.
Sólo un par de años antes había sido capaz de confesarle a un chico que me gustaba, y él agradeció mis palabras, pero declinó de una manera elegante, y luego se convirtió en uno de mis mejores amigos. Por un lado me sentía heroico por haber dado un paso así de grande, pero por otro no podía quedarme con una negativa: ahí es donde se sembraba mi mayor ansiedad (que a la distancia me parece comprensible pero sumamente visceral).
Las estadísticas estaban en mi contra: uno de cada diez... ¿y si ese uno estudia en otro lado? ¿Y si todos están en arte dramático o en educación física? ¿Y si ese uno conoce al otro y se enamoran? Aunado al error (que fue cada vez más evidente) de haber cambiado de carrera, me sentía también en la ciudad, el cuerpo y en el mundo equivocado. ¿Quién? ¿Habrá alguien? ¿Lograré gustarle? Eran las principales preguntas que ocupaban mis desvelos.
Internet me ofreció una posibilidad preciosa: encontrarme con alguien con mi mismo interés (y urgencia, debo confesar). Y después de algunas citas terribles o lo que le sigue, finalmente hallé a un par de personas que abrieron un abanico de posibilidades ante mí y, de paso, ingresaron a mi vida para no salir de ella jamás.

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